martes, 26 de octubre de 2010





El censo y el perro




Es sencillo Indio, asoma tu hocico por la ventana y explicá cómo es la cosa. Más o menos así. Levantá tu mano, como cuando queres que te toque la cabeza: “flaco, un guau es sí, dos guau es ni, no hay no, pero no digas sí, di guiiii…”.
-¿Quién está a cargo de la vivienda? A ver, te ayudo. ¿Es hombre?
-Guau.
-Ajá, y es de color… ¿negro?
-Guau, cómo sabés tanto. Eh, perdón, seguí…
-¿Y trabaja?
-Guau, guau…
-¿De qué viven?
-Guiiiii.
-¿Qué?
-No, está bien, guauuuuu.
-¿Cuáles son las comodidades y los servicios de la vivienda?
-Living comedor, cocina sin mueble, un microondas, dos piezas muy lum, patio, parrilla, lavadero con un lavarropa con muchos botonitos… un parque al que meo todas las mañanas y cago todas las noches… guauuu, qué bueno.
-¿Internet?
Claro, sí, guau, no se puede decir marca, ¿no?
-Cable.
-Guiiiiii.
¿Y eso?
-Nada, soy un colgado, dejá. Guau, guau.
-¿Tu amo pertenece a pueblos originarios? ¿O desciende de alguna raza?
-Es raro, no sé… guiiii, a veces desciende de una nube de pedos, pero no siempre.
-¿Cuál es su situación conyugal?
-¿La mía? No sé, no tuve un roce en dos años, no da para más esta historia. Para mí que ahora con esto del matrimonio igualitario este se me quiere tirar, pero no se anima. Lo veo en sus ojos, sobre todo en las noches cuando me dice “que lindo mi amigo del alma, qué dice, qué cuenta, deme un abrazo”. Yo me pregunto, ¿No sabe lo que busco a esta altura? Una perra, man, rock and roll neeeneneee.


domingo, 17 de octubre de 2010

Un día en Soweto





En la esquina de Vilazaki y Khuele, en el barrio Orlando West de Soweto, unos nenes que acaban de salir de la escuela juegan a la pelota sobre la calle. Es un fútbol cinco sin alfombras ni redes ni botines. Es un balón, son zapatos y uniformes que cuando caiga el sol -a eso de las 17- irán directo a la tabla de lavar de la vieja, que quizás sea una de esas señoras encantadoras que venden hígados de pollo con harina de maíz o cerveza de jengibre, de elaboración propia, sobre la vereda. No hay arcos ni redes, apenas dos ladrillos juntos sobre el cordón que, necesariamente, deben ser derribados para que estos chiquilines de ojos luminosos griten, se abracen, festejen el gol en la lengua universal. Los autos, veloces, le pasan cerca, tanto que por momentos le tiran una gambeta a puro bocinazo. La escena es natural, parece cotidiana, Mick levanta los brazos, abre su boca, sueña, imagina con ser a tan sólo 7 cuadras de la casa donde alguna vez vivió Nelson Mandela.
A 24 kilómetros de Johannesburgo, en la provincia de Guateng, unas 900 mil personas viven este juego de la vida en Soweto. Este lugar pintoresco que ofrece una escenografía sin estilistas ni maquillaje, donde la estética nace del corazón. Soweto, cuna de raza negra, de hacinamiento y opresión, pero de rebeldía y levantamiento contra un sistema. Ese que el 16 de junio, cuando el seleccionado sudafricano salga a la cancha para enfrentar a Uruguay en Pretoria, viajará en el tiempo hasta 1976, fecha en la que se conmemora el Youth Day, cuando 566 estudiantes fueron asesinados por la policía en la marcha contra la imposición del idioma afrikáans sobre el inglés en las escuelas. Esas mismas instituciones de las que en el mediodía de Soweto salen los jóvenes con la mochila puesta, su uniforme y se lanzan hacia la libertad de jugar, mientras señores, señoras mayores y no tanto se las ingenian para el mercado callejero en este ghetto.
Bridges, una negra de unos 50 años, dice que arma trenzas -son pocos los que con el pelo largo no la usan- por tres rands. Clesh, junto con su socio, Brian, tienen sobre la vereda una máquina de coser y uno cuantos pantalones que remendar. Le cambian un cierre roto por 5 rands o hacen el dobladillo por unos 7. A cien metros del puesto de alta costura, una especie de carpa con espejos de mano y una máquina de cortar el pelo conectada a una batería de auto es una peluquería concurrida. Todo tipo de cortes, al ras, con raya al medio o al costado -clásico, nada de flogger ni emo- te sacan hasta la pelusa por unos 10 rands. Acá, no hay necesidad de tener un canasto con revistas de farándula ligera y a nadie le interesa si la ex de fulanito anda con el empresario o el conductor más famoso de la televisión. Esto es en tiempo real, las páginas son al aire libre, en la calle, cerca de la gente, en comunidad.
En lo que es una avenida principal -pasan autos, colectivos repletos de gente, combis que tocan bocina para levantar pasajeros en cada esquina, un show musical gratis y poco de compact grabado- Berzan dice que tiene 60 años y que su cocina en vivo y sin ppv sale con frecuencia. Cuenta, también, que Soweto mantiene fieles tradiciones, y cuando se entera de las raíces de sus visitantes y futuros clientes de paso, se pone en guardia. Porque Argentina no es solamente Maradona o Messi en estos pagos. “Falucho Laciar, boxeo, gran pelea”, se envalentona y sale detrás del mostrador para contar su sensación en cada round, cuando el púgil argentino en marzo del 81 venció en siete asaltos a Peter Mathebula
por el título Mosca de la AMB, en un escenario montado sobre una cancha de fútbol. Se emociona, le comenta a otro puestero alguna escena del combate, saluda.
Los niños que andan dando vueltas en busca de su pequeña felicidad -saborear un caramelo, correr libremente, cantan a coro el himno o simplemente observan y dialogan con forasteros- guían, intentan que cada persona ajena al barrio se sienta como en casa. “House the Madiba”, señala con el dedo índice de su mano derecha mientras en la otra le da descanso a la vuvuzela -la típica trompeta para el festejo, como en Argentina pero en escala superior-. En Vilakazi y Ngakane, justo en la esquina, hay unos cuantos turísticas de raza blanca con camiseta de Bafana Bafana -así apodan a la Selección- y cachetes rosas con la banderita pintada. Se pasean, se alteran, todo es nuevo y observan desde la puerta la casa donde vivió Mandela genera, inevitable, latidos repetitivos en el alma. La imagen conmueve, es historia en presente. Techos de chapa, ladrillas a la vista, rejas rojas, se observa entre las plantas una gigantografía del ex presidente que el 18 de julio, cuando la pelota deje de rodar en Sudáfrica, cumplirá 92 años. Acá, el turista internacional puede acceder por 60 rands, el nacional por 40, los pensionados por 20, los niños mayores de 6 años por 6. Es un punto de encuentro lógico y comercial de Soweto, que también tiene su lado Soho aunque no se parezca a Palermo. Al lado, pegado a la casita, el Mandela Family Restaurant es sencillo, de mesas chicas y poca concurrencia para la tardecita. Sin embargo, dos hombres de cuerpos ampulosos y auriculares en la oreja son el anzuelo que invita a la libre imaginación. Adentro, en una sala que no está a la vista, se encuentra Winnie Madikizela, la segunda mujer del licenciado en derecho que estuvo 27 años en prisión y que en 1994 se convirtió en el primer presidente tras la abolición del Apartheid. En Soweto, escenario de la resistencia, el hacinamiento y la opresión todo puede pasar, en tiempo real. Mientras los chicos del fútbol sin alfombra ni botines de pista tiran una pared entre los autos y gozan de la libertad de ser.


martes, 5 de octubre de 2010



A Rodrigo



-Gordo, vos pisala. Un rato, de entrada nomás Gordo. Si hacés eso los descolocamos, vas a ver Gordo. Mirá que si se cae al Riachuelo, listo. Cuando vuelva, la pelota va a tener un olor a mierda que nadie de nosotros va a querer cabecear. Y ellos están acostumbrados. Ojo, si se cae cagamos. ¡Dale Gordo!
No bien salió del vestuario, la imagen del Gordo nos tranquilizó a todos. Tenía un cacho de pan en la mano, ese que le sobró del chori que degustó apenas bajó del escolar. Porque el Gordo es así, es distinto y debe, necesariamente, tener licencias. Aunque él diga que es un rito cabulero que debe cumplir, todos sabemos que eso es parte de su motivación. Tragó el último sorbo de la coca y se mandó a la cancha. Llevó la diez el Gordo, salió último de esa fila de jugadores y se acomodó el pantaloncito para empezar el partido.
-Teneme, que en el entretiempo me pinta el hambre-, le dijo al arquero suplente con el pedacito de pan que le quedaba. Masticó, y adentro.
El técnico movió su cabeza de un lado a otro. Miró hacia arriba, gritó: “¡Vamos Gordo eh!”. El diez clavó los ojos en el banco de los suplentes. Dijo que sí con su cabeza y, de paso, certificó que su compañero guardara la porción.
Los jugadores de Victoriano se miraron, tal vez sabiendo que algún plan tenía ese Gordo. Pero cuál. “Para mí que le prometió una docena de facturas, de esas de pastelera. Tengo ese dato”, especuló el lateral derecho, Tabolero, más conocido como jamón justamente por los muslos rellenos y la prominente panza. Leva, el defensor, dudó sobre el profesionalismo de Tabolero. “¿Y si este arregla con el Gordo? Vamo’ y vamo’, le da un par de vigilantes que también tienen membrillo y listo”. Esa idea se instaló en la cabeza del dos, porque siempre supo de la debilidad de Jamón. Entonces, se le acercó, le dio una última arenga y se frotó las manos. Su función en el equipo era clara: movían del medio y en la primera pum, al agua contaminada.
La pelota quedó picando en la mitad de la cancha. Una tentación para el capitán –¿quién si no el encargado de llevar a cabo la estrategia?-. Sacó el derechazo perfecto, ese que se practica en la semana. “¡Eso es jugada preparada, viejo!”, esbozó el entrenador en una escena algo vanidosa. Listo, a la mierda literalmente. “¡Te dije, Gordo! ¡La puta que te parió...!
El barrefondo improvisado que tiene la utilería de la cancha de Victoriano Arenas es una caña de pescar con una red de alambre en la punta. Le es útil, diría que una pieza clave en este equipo. Porque cuando la pelota sale por el aire, lejos, la posibilidad que caiga en las aguas negras que rodean el Saturnino Moure –así se llama el estadio en homenaje a un ex presidente del club- son tan grandes que los pibes están apostados en las afueras con el deseo de que haya pique esta vez, sin carnada. Es elemental sacarla rápido porque si se repone con otro balón se debe repetir la escena. Y, se sabe, las jugadas elaboradas no siempre salen a la perfección. Una vez, fue tan fuerte el pelotazo que fue a parar a la Siam, a esa fábrica abandonada ubicada a 300 metros de donde defiende Leva. Fue en su primer entrenamiento y dicen que eso lo hizo fichar. Por eso siempre vistió la misma camiseta, desde 1987.
A lo Diego, el que visita esta cancha se cuida de que la pelota no se manche. Porque el anfitrión tiene su fuerte en el juego aéreo. Todos saltan, empujan, le dan para arriba. De hecho, en los costados de la cancha, ahí por donde suelen jugar los que alguna vez sueñan con una gambeta, crecen plantitas. Sí, hay plantitas. Dicen que hasta un árbol de mandarinas empezó a nacer porque, se sabe, la identidad de un equipo no cambia tan rápido. “Eso pasó apenas se fue el Beto Outes. Qué querés”, apuntó, resignado, el viejo bufetero. Su relato me despejó cualquier interrogante. La esencia, por estos pagos, perdió contra la baratija del resultadismo. “Acá se juega así, a la bartola. Eso de pisar la pelota es para los de Primera. Acá somos todos bien machos, acá hay que poner, acá es como en el metegol. Hay que jugar al molinete ¿viste?”.
Cuando la pelota volvió, el árbitro intentó agilizar el juego. Pero la fue a agarrar y le bajó la presión. El perfume, penetrante, llegaba hasta la tribuna. En la reanudación, hubo que sacar el lateral nomás, con la advertencia del referí que entendía, desde su desvanecimiento, que se estaba haciendo tiempo. Milanda, el lateral derecho, se puso un broche en la nariz que le alcanzó el viejo. El viejo es un fana de 70 años que se vino en bicicleta desde Libertad y, claro, aseguró que los pantalones no se ensuciaran con la grasa de la cadena. Eso hizo más placentero el lanzamiento con las manos. Pero era difícil, de todos modos, conseguir diez broches más. Y, se sabía, a la larga estos tipos nos iban a meter en un arco a los cabezazos, con semejante tufo. Porque nosotros también somos guapos por arriba, ¿quién no? Pero una cosa es ser rústico y otra que se te quede un pedazo de caca en el pelo.
-Es sábado, dejate de joder. A la noche no me gano a nadie-, le contestó de mala manera, Soyaga, el central nuestro, al entrenador, ante el pedido de coraje. Al menos, se aguantó la primera parte en cero, fue todo por arriba, pero terminamos en cero. Eso sí, los guantes del arquero a la miseria, fue el partido despedida de esos reusch.
En el vestuario, algo más relajados sabiendo que pese a la táctica del Riachuelo se pudo mantener el empate, el Gordo pidió la palabra. Raro, porque el Gordo nunca habla. El juega nomás. Pero esta vez metió con la lengua hacia un costado otro cachito de pan y dijo:
-Esto es fácil, si jugamos como digo yo le ganamos a estos burros. Hay que tocar la pelota por el piso, si la levantamos estos te meten en un arco. Pero si la llevamos al pie están en el horno. Vamos a pisarla hasta sacarle el olor, o al menos se lo mezclamos con la tierra. Y la llevamos nosotros. De última, a los botines los ponemos al sol con alcohol y listo.
Al único que no le gustó la idea fue al utilero, pero igual se salió a jugar con esa identidad. Como le gusta al Gordo más allá de la mierda que obligaba esta vez. De entrada, hubo intentos de Leva por sacarla, pero no la encontraba. En media hora, tres goles del Gordo y uno del Gringo, el nueve, liquidaron el asunto. Los tipos la querían tirar otra vez al agua, pero no había caso. Ni llegaban al cruce. El equipo jugó el mejor partido en años, pelota al piso, corazón y pases cortos. A dos minutos del final, el técnico lo sacó al Gordo. Hubo aplausos, todos nos abalanzamos al alambrado. El Gordo levantó sus manos, saludó y pidió por lo que quedaba en el táper.