A Rodrigo
-Gordo, vos pisala. Un rato, de entrada nomás Gordo. Si hacés eso los descolocamos, vas a ver Gordo. Mirá que si se cae al Riachuelo, listo. Cuando vuelva, la pelota va a tener un olor a mierda que nadie de nosotros va a querer cabecear. Y ellos están acostumbrados. Ojo, si se cae cagamos. ¡Dale Gordo!
No bien salió del vestuario, la imagen del Gordo nos tranquilizó a todos. Tenía un cacho de pan en la mano, ese que le sobró del chori que degustó apenas bajó del escolar. Porque el Gordo es así, es distinto y debe, necesariamente, tener licencias. Aunque él diga que es un rito cabulero que debe cumplir, todos sabemos que eso es parte de su motivación. Tragó el último sorbo de la coca y se mandó a la cancha. Llevó la diez el Gordo, salió último de esa fila de jugadores y se acomodó el pantaloncito para empezar el partido.
-Teneme, que en el entretiempo me pinta el hambre-, le dijo al arquero suplente con el pedacito de pan que le quedaba. Masticó, y adentro.
El técnico movió su cabeza de un lado a otro. Miró hacia arriba, gritó: “¡Vamos Gordo eh!”. El diez clavó los ojos en el banco de los suplentes. Dijo que sí con su cabeza y, de paso, certificó que su compañero guardara la porción.
Los jugadores de Victoriano se miraron, tal vez sabiendo que algún plan tenía ese Gordo. Pero cuál. “Para mí que le prometió una docena de facturas, de esas de pastelera. Tengo ese dato”, especuló el lateral derecho, Tabolero, más conocido como jamón justamente por los muslos rellenos y la prominente panza. Leva, el defensor, dudó sobre el profesionalismo de Tabolero. “¿Y si este arregla con el Gordo? Vamo’ y vamo’, le da un par de vigilantes que también tienen membrillo y listo”. Esa idea se instaló en la cabeza del dos, porque siempre supo de la debilidad de Jamón. Entonces, se le acercó, le dio una última arenga y se frotó las manos. Su función en el equipo era clara: movían del medio y en la primera pum, al agua contaminada.
La pelota quedó picando en la mitad de la cancha. Una tentación para el capitán –¿quién si no el encargado de llevar a cabo la estrategia?-. Sacó el derechazo perfecto, ese que se practica en la semana. “¡Eso es jugada preparada, viejo!”, esbozó el entrenador en una escena algo vanidosa. Listo, a la mierda literalmente. “¡Te dije, Gordo! ¡La puta que te parió...!
El barrefondo improvisado que tiene la utilería de la cancha de Victoriano Arenas es una caña de pescar con una red de alambre en la punta. Le es útil, diría que una pieza clave en este equipo. Porque cuando la pelota sale por el aire, lejos, la posibilidad que caiga en las aguas negras que rodean el Saturnino Moure –así se llama el estadio en homenaje a un ex presidente del club- son tan grandes que los pibes están apostados en las afueras con el deseo de que haya pique esta vez, sin carnada. Es elemental sacarla rápido porque si se repone con otro balón se debe repetir la escena. Y, se sabe, las jugadas elaboradas no siempre salen a la perfección. Una vez, fue tan fuerte el pelotazo que fue a parar a la Siam, a esa fábrica abandonada ubicada a 300 metros de donde defiende Leva. Fue en su primer entrenamiento y dicen que eso lo hizo fichar. Por eso siempre vistió la misma camiseta, desde 1987.
A lo Diego, el que visita esta cancha se cuida de que la pelota no se manche. Porque el anfitrión tiene su fuerte en el juego aéreo. Todos saltan, empujan, le dan para arriba. De hecho, en los costados de la cancha, ahí por donde suelen jugar los que alguna vez sueñan con una gambeta, crecen plantitas. Sí, hay plantitas. Dicen que hasta un árbol de mandarinas empezó a nacer porque, se sabe, la identidad de un equipo no cambia tan rápido. “Eso pasó apenas se fue el Beto Outes. Qué querés”, apuntó, resignado, el viejo bufetero. Su relato me despejó cualquier interrogante. La esencia, por estos pagos, perdió contra la baratija del resultadismo. “Acá se juega así, a la bartola. Eso de pisar la pelota es para los de Primera. Acá somos todos bien machos, acá hay que poner, acá es como en el metegol. Hay que jugar al molinete ¿viste?”.
Cuando la pelota volvió, el árbitro intentó agilizar el juego. Pero la fue a agarrar y le bajó la presión. El perfume, penetrante, llegaba hasta la tribuna. En la reanudación, hubo que sacar el lateral nomás, con la advertencia del referí que entendía, desde su desvanecimiento, que se estaba haciendo tiempo. Milanda, el lateral derecho, se puso un broche en la nariz que le alcanzó el viejo. El viejo es un fana de 70 años que se vino en bicicleta desde Libertad y, claro, aseguró que los pantalones no se ensuciaran con la grasa de la cadena. Eso hizo más placentero el lanzamiento con las manos. Pero era difícil, de todos modos, conseguir diez broches más. Y, se sabía, a la larga estos tipos nos iban a meter en un arco a los cabezazos, con semejante tufo. Porque nosotros también somos guapos por arriba, ¿quién no? Pero una cosa es ser rústico y otra que se te quede un pedazo de caca en el pelo.
-Es sábado, dejate de joder. A la noche no me gano a nadie-, le contestó de mala manera, Soyaga, el central nuestro, al entrenador, ante el pedido de coraje. Al menos, se aguantó la primera parte en cero, fue todo por arriba, pero terminamos en cero. Eso sí, los guantes del arquero a la miseria, fue el partido despedida de esos reusch.
En el vestuario, algo más relajados sabiendo que pese a la táctica del Riachuelo se pudo mantener el empate, el Gordo pidió la palabra. Raro, porque el Gordo nunca habla. El juega nomás. Pero esta vez metió con la lengua hacia un costado otro cachito de pan y dijo:
-Esto es fácil, si jugamos como digo yo le ganamos a estos burros. Hay que tocar la pelota por el piso, si la levantamos estos te meten en un arco. Pero si la llevamos al pie están en el horno. Vamos a pisarla hasta sacarle el olor, o al menos se lo mezclamos con la tierra. Y la llevamos nosotros. De última, a los botines los ponemos al sol con alcohol y listo.
Al único que no le gustó la idea fue al utilero, pero igual se salió a jugar con esa identidad. Como le gusta al Gordo más allá de la mierda que obligaba esta vez. De entrada, hubo intentos de Leva por sacarla, pero no la encontraba. En media hora, tres goles del Gordo y uno del Gringo, el nueve, liquidaron el asunto. Los tipos la querían tirar otra vez al agua, pero no había caso. Ni llegaban al cruce. El equipo jugó el mejor partido en años, pelota al piso, corazón y pases cortos. A dos minutos del final, el técnico lo sacó al Gordo. Hubo aplausos, todos nos abalanzamos al alambrado. El Gordo levantó sus manos, saludó y pidió por lo que quedaba en el táper.
-Gordo, vos pisala. Un rato, de entrada nomás Gordo. Si hacés eso los descolocamos, vas a ver Gordo. Mirá que si se cae al Riachuelo, listo. Cuando vuelva, la pelota va a tener un olor a mierda que nadie de nosotros va a querer cabecear. Y ellos están acostumbrados. Ojo, si se cae cagamos. ¡Dale Gordo!
No bien salió del vestuario, la imagen del Gordo nos tranquilizó a todos. Tenía un cacho de pan en la mano, ese que le sobró del chori que degustó apenas bajó del escolar. Porque el Gordo es así, es distinto y debe, necesariamente, tener licencias. Aunque él diga que es un rito cabulero que debe cumplir, todos sabemos que eso es parte de su motivación. Tragó el último sorbo de la coca y se mandó a la cancha. Llevó la diez el Gordo, salió último de esa fila de jugadores y se acomodó el pantaloncito para empezar el partido.
-Teneme, que en el entretiempo me pinta el hambre-, le dijo al arquero suplente con el pedacito de pan que le quedaba. Masticó, y adentro.
El técnico movió su cabeza de un lado a otro. Miró hacia arriba, gritó: “¡Vamos Gordo eh!”. El diez clavó los ojos en el banco de los suplentes. Dijo que sí con su cabeza y, de paso, certificó que su compañero guardara la porción.
Los jugadores de Victoriano se miraron, tal vez sabiendo que algún plan tenía ese Gordo. Pero cuál. “Para mí que le prometió una docena de facturas, de esas de pastelera. Tengo ese dato”, especuló el lateral derecho, Tabolero, más conocido como jamón justamente por los muslos rellenos y la prominente panza. Leva, el defensor, dudó sobre el profesionalismo de Tabolero. “¿Y si este arregla con el Gordo? Vamo’ y vamo’, le da un par de vigilantes que también tienen membrillo y listo”. Esa idea se instaló en la cabeza del dos, porque siempre supo de la debilidad de Jamón. Entonces, se le acercó, le dio una última arenga y se frotó las manos. Su función en el equipo era clara: movían del medio y en la primera pum, al agua contaminada.
La pelota quedó picando en la mitad de la cancha. Una tentación para el capitán –¿quién si no el encargado de llevar a cabo la estrategia?-. Sacó el derechazo perfecto, ese que se practica en la semana. “¡Eso es jugada preparada, viejo!”, esbozó el entrenador en una escena algo vanidosa. Listo, a la mierda literalmente. “¡Te dije, Gordo! ¡La puta que te parió...!
El barrefondo improvisado que tiene la utilería de la cancha de Victoriano Arenas es una caña de pescar con una red de alambre en la punta. Le es útil, diría que una pieza clave en este equipo. Porque cuando la pelota sale por el aire, lejos, la posibilidad que caiga en las aguas negras que rodean el Saturnino Moure –así se llama el estadio en homenaje a un ex presidente del club- son tan grandes que los pibes están apostados en las afueras con el deseo de que haya pique esta vez, sin carnada. Es elemental sacarla rápido porque si se repone con otro balón se debe repetir la escena. Y, se sabe, las jugadas elaboradas no siempre salen a la perfección. Una vez, fue tan fuerte el pelotazo que fue a parar a la Siam, a esa fábrica abandonada ubicada a 300 metros de donde defiende Leva. Fue en su primer entrenamiento y dicen que eso lo hizo fichar. Por eso siempre vistió la misma camiseta, desde 1987.
A lo Diego, el que visita esta cancha se cuida de que la pelota no se manche. Porque el anfitrión tiene su fuerte en el juego aéreo. Todos saltan, empujan, le dan para arriba. De hecho, en los costados de la cancha, ahí por donde suelen jugar los que alguna vez sueñan con una gambeta, crecen plantitas. Sí, hay plantitas. Dicen que hasta un árbol de mandarinas empezó a nacer porque, se sabe, la identidad de un equipo no cambia tan rápido. “Eso pasó apenas se fue el Beto Outes. Qué querés”, apuntó, resignado, el viejo bufetero. Su relato me despejó cualquier interrogante. La esencia, por estos pagos, perdió contra la baratija del resultadismo. “Acá se juega así, a la bartola. Eso de pisar la pelota es para los de Primera. Acá somos todos bien machos, acá hay que poner, acá es como en el metegol. Hay que jugar al molinete ¿viste?”.
Cuando la pelota volvió, el árbitro intentó agilizar el juego. Pero la fue a agarrar y le bajó la presión. El perfume, penetrante, llegaba hasta la tribuna. En la reanudación, hubo que sacar el lateral nomás, con la advertencia del referí que entendía, desde su desvanecimiento, que se estaba haciendo tiempo. Milanda, el lateral derecho, se puso un broche en la nariz que le alcanzó el viejo. El viejo es un fana de 70 años que se vino en bicicleta desde Libertad y, claro, aseguró que los pantalones no se ensuciaran con la grasa de la cadena. Eso hizo más placentero el lanzamiento con las manos. Pero era difícil, de todos modos, conseguir diez broches más. Y, se sabía, a la larga estos tipos nos iban a meter en un arco a los cabezazos, con semejante tufo. Porque nosotros también somos guapos por arriba, ¿quién no? Pero una cosa es ser rústico y otra que se te quede un pedazo de caca en el pelo.
-Es sábado, dejate de joder. A la noche no me gano a nadie-, le contestó de mala manera, Soyaga, el central nuestro, al entrenador, ante el pedido de coraje. Al menos, se aguantó la primera parte en cero, fue todo por arriba, pero terminamos en cero. Eso sí, los guantes del arquero a la miseria, fue el partido despedida de esos reusch.
En el vestuario, algo más relajados sabiendo que pese a la táctica del Riachuelo se pudo mantener el empate, el Gordo pidió la palabra. Raro, porque el Gordo nunca habla. El juega nomás. Pero esta vez metió con la lengua hacia un costado otro cachito de pan y dijo:
-Esto es fácil, si jugamos como digo yo le ganamos a estos burros. Hay que tocar la pelota por el piso, si la levantamos estos te meten en un arco. Pero si la llevamos al pie están en el horno. Vamos a pisarla hasta sacarle el olor, o al menos se lo mezclamos con la tierra. Y la llevamos nosotros. De última, a los botines los ponemos al sol con alcohol y listo.
Al único que no le gustó la idea fue al utilero, pero igual se salió a jugar con esa identidad. Como le gusta al Gordo más allá de la mierda que obligaba esta vez. De entrada, hubo intentos de Leva por sacarla, pero no la encontraba. En media hora, tres goles del Gordo y uno del Gringo, el nueve, liquidaron el asunto. Los tipos la querían tirar otra vez al agua, pero no había caso. Ni llegaban al cruce. El equipo jugó el mejor partido en años, pelota al piso, corazón y pases cortos. A dos minutos del final, el técnico lo sacó al Gordo. Hubo aplausos, todos nos abalanzamos al alambrado. El Gordo levantó sus manos, saludó y pidió por lo que quedaba en el táper.
No hay comentarios:
Publicar un comentario